HACIA UNA JUSTICIA DEMOCRÁTICA DEL SIGLO XXI
Uno de
los graves problemas que hoy enfrenta nuestra República es el descrédito en que
ha caído la Justicia, entendida como poder del Estado frente a la comunidad. La
falta de credibilidad en la Justicia provoca necesariamente un estado anómico
en la sociedad, provocador de desórdenes de todo tipo, más allá de las
consecuencias de orden económico que conlleva por la falta de seguridad
jurídica.
Las
causas del descrédito aludido son de variada fuente. Algunas de ellas serán
enunciadas aquí a los fines de fundamentar las propuestas, sin perjuicio de
reconocerse otras, sobre las cuales también habría que meditar.
La
primera, a mi criterio, debe hallarse en la naturaleza misma del Poder Judicial
como uno de los poderes del sistema republicano: de los tres poderes
tradicionales, el Judicial, en su origen, carece de legitimidad democrática: a
los jueces no los elige directamente el pueblo.
En el sistema que ideara Alberdi, la elección de los jueces
por parte del Presidente, con acuerdo del Senado, constituía una derivación del
poder del Ejecutivo que encontraba su fuente en la legitimación en una elección
popular de los integrantes del electoral. Por su parte, el Senado refrendaba la
voluntad de las Provincias que componen el sistema federal. Teniendo en cuenta
que la selección de un Juez sólo puede recaer en un abogado, el poder Judicial
parece más un resabio aristocrático dentro de la República que una institución
democrática. El carácter pseudo-aristocrático se ve acentuado ahora a partir de
la reforma de la CN de 1994. El presidente no tiene ahora la libertad de elegir
a un Juez de entre todos los abogados, sino que lo debe hacer de una terna que
le remite el Consejo de la Magistratura (institución que a su vez es resabio
del sistema monárquico), el cual selecciona a los “mejores” luego de un concurso
de antecedentes y oposición.
No
implica lo dicho una valoración comparativa entre uno u otro sistema. Lo que sí
se destaca es que, de los tres poderes de una República tradicional, el
Judicial es el que menos legitimidad democrática tiene. A esto debe adunarse
que el Poder Judicial es, en esencia, un poder contramayoritario. Los jueces
deben impartir justicia más allá de la voluntad de las mayorías. Y todo ello,
siempre va a generar desconfianza popular.
Una
segunda causa es una tendencia al hermetismo “esotérico” que los jueces siempre
han tenido, tendencia que ahora parece querer abandonarse desde la cúpula del
Poder Judicial. Me refiero a la reticencia de la Justicia, en general, a
informar a la población respecto de su propia actividad y a la redacción de las
sentencias utilizando leguajes prácticamente incomprensibles para el lego. Esta
“profesionalización” de la Justicia contribuyó, en gran medida, a desacreditar
la institución del “juicio por jurados” que la CN previó y que no se puso en
práctica aún (salvo excepciones en alguna provincia).
En
tercer lugar, debe destacarse que los tribunales poseen estructuras más que
centenarias y que, frente a los avances tecnológicos ocurridos en el siglo
anterior, se muestran ahora ineficientes para dar una respuesta adecuada frente
a las demandas que requieren el servicio de justicia. Si bien la oralización de
los procesos penales ha sido un paso adecuado en este sentido, se lo ha hecho
de modo de conservar esas ineficientes estructuras y, encima, creando una
instancia intermedia más (la Cámara de Casación) que es resabio de un sistema
positivista en boga durante el siglo XIX y que se vincula más con la idea de la
Justicia como “administración” de un poder central que como un poder del Estado.
Con lo
dicho creo haber justificado sintéticamente la necesidad de pensar
políticamente qué características debe asumir la Justicia para el futuro.
Dentro de esas reflexiones, que deberán nacer y profundizarse en los partidos
políticos, a mi juicio no deberían estar ausentes la necesidad de instalar
definitivamente el juicio por jurados como la forma judicial que mejor se
adecua a la democracia; la igualación de los tribunales inferiores en procura
de asegurar la necesaria independencia de los jueces –garantía última de los
ciudadanos frente al poder del Estado-; y la modernización de su estructura
burocrática.
Sobre
los jurados hay bastante escrito y no abundaré sobre ello. Sólo me permito
destacar que hay algunos prejuicios hacia el instituto que, a mi juicio, nacen
de la “profesionalización” de la Justicia a la que antes aludiera. El
razonamiento sería: si es tan difícil, entonces el pueblo no puede hacerlo.
Creo en cambio que la decisión de la justicia debe recaer en el pueblo y lo más
cercano a ello, en la experiencia democrática, es el Jurado.
También
hay abundante material sobre modernos criterios de organización y de gestión de
los tribunales. La idea central gira en torno a despojar al Juez de toda
actividad de índole administrativa para centrarla en la jurisdiccional.
Sobre
lo que no hay mucho escrito es respecto de la estratificación de la Justicia o
categorías de jueces, derivada de la organización del Poder Judicial proyectado
sobre criterios heredados del sistema monárquico y que acentúa el carácter
aristocrático de la Justicia. Ello debería eliminarse ya. Las diferencias entre
los jueces no deberían existir ya que carecen de sustento constitucional y le
hacen poco favor al sistema democrático. Sólo sirven para favorecer ataques a
la independencia de los jueces de primera instancia por parte de integrantes de
tribunales superiores, e inadmisibles privilegios de todo tipo.
Esta
opinión no es aislada. En efecto, ya en 1999 una ONG preocupada por la Justicia
planteo la conveniencia de eliminar la diferenciación y, recientemente, en el
marco del 1° Consenso Anual IJA-AIEJ-CPACF para el
Mejoramiento de la Justicia y Formación de Jueces, uno de los integrantes de
ese foro planteó la necesidad de la igualación de los magistrados judiciales en
estos términos: “El sistema de jerarquías actual carecería de sentido,
generando innumerables problemas de estabilidad ya que los jueces de Primera
Instancia, razonablemente quieren "ascender" entre otras razones,
básicamente la monetaria. Ello, dado las demoras de los concursos, genera
vacantes en esos juzgados con el consiguiente perjuicio para los justiciables y
abogados. En
la medida que todos los jueces tienen jurisdicción e integran un Poder del
Estado, las diferencias salariales entre los jueces carece de justificación y
fundamento constitucional. Además la estabilidad, derivada de que no habría
diferencia de retribución entre un cargo u otro, contribuiría a garantizar la
independencia de los magistrados, ya que los jueces de primera instancia no
necesitarían del favor, empuje o ´palanca´ de alguien que conoce a alguien
cercano al poder para ´ascender´, ya que dado como está hoy el sistema, con la
idoneidad parecería que no basta”.
Demás
está decir que esto no afecta las facultades de revisión con motivo de los
recursos legales que las partes interponen en los procesos. Sin embargo, se
advierte que, a veces, se producen algunos desvíos tendientes a doblegar la
independencia de los jueces de primera instancia –consistentes en
“encomendaciones” o “advertencias” de carácter general que exceden el marco de
la concreta causa- que tenderían a desaparecer si se eliminan las desigualdades
entre los magistrados.
Sobre
estos cambios, creo que deberíamos trabajar.
Xavier
López
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